miércoles, 6 de febrero de 2008

La Orden del Martillo Herrumbroso, capítulo II

En un rincón de la taberna, una figura achaparrada había escuchado la historia del Tileano. Y no por primera vez. De hecho, él había formado parte de la historia…

Fherg era un enano joven y soñador, y como herrero era excepcional. Tanto, que en las escuálidas tierras de su pobre clan no hallaría nunca un patrón que exigiera de él la excelente manufactura que era capaz de ofrecer. Así pues, y con una carta de recomendación de los maestros de su clan, partió hacia Mordheim. La ciudad brillaba con el fulgor de una estrella en aquellos días, su nombre estaba en boca de todos los eruditos y artesanos del Imperio, que la consideraban la nueva cuna de las más excelsas artes.

Fue recibido con toda cortesía por la administración del Conde, y ubicado en una modesta y pulcra casa de huéspedes en el barrio enano. Su maestro era Holdrem, un enano de cierta edad, procedente de los clanes del norte. Con su imponente complexión, el herrero doblegaba el metal como si fuera un ser vivo, destinado a adoptar la forma que le imponían con cada enérgico golpe de martillo. Durante los duros meses de trabajo, aprendió más de la disciplina del metal que en toda su vida. A su maestro, sin embargo, apenas pudo llegar a conocerlo. Era un enano obsesionado con la forja. Cada vez que daba nueva forma a un arma o una pieza de armadura, la miraba con gesto crítico, decepcionado. Había algo, Fherg nunca supo el qué, que lo molestaba de sus creaciones. Y eso que los demás enanos del barrio lo consideraban un genio. Quién sabe qué tortuosa idea bullía en su mente…

Desde el principio, el Advenimiento del Cometa les causó problemas. Los fanáticos comenzaban a rondar las calles, sembrando el caos. Muchos ciudadanos, presa del pánico, y no pocos oportunistas buscaban armas en el barrio enano. Asaltaban fraguas y herrerías por las noches, mientras los guardias se concentraban en los barrios ricos y el palacio del Conde. Muchos enanos decidieron marcharse en ese momento, conscientes de que las autoridades de los humanos no los socorrerían antes que a sus amos. Otros se quedaron, alegando que este barrio era ahora tan suyo como las lejanas montañas de las que procedían, y que el barrio quedaba más cerca. Holdrem se quedó. No dijo nada al respecto, simplemente siguió martilleando sobre su yunque.

Cuando comenzaron los asaltos, dejó el trabajo por primera vez en meses para descargar sus armas sobre los ladrones. Luchaba igual que forjaba: de forma fría, concienzuda e inexpresiva. Cada víctima era dejada a un lado, al igual que las piezas de artesanía que elaboraba, e iba a por la siguiente. Sin gritar, tan sólo dando breves órdenes a sus discípulos. Pronto los combates dejaron de sucederse, el día del cataclismo había llegado…

El barrio enano quedó más o menos aislado de la mayor parte de la destrucción. Como el resto de la ciudad, sufrió un éxodo masivo e inumerables saqueos por parte de los emigrantes primero, y de los mercenarios saqueadores después.

En medio de toda la vorágine, Holdrem se limitó a seguir forjando. “Aquí es donde vivo, éste es mi hogar. El que quiera, es libre de quedarse y aprender”. No pocos se marcharon, pero Fherg fue de los que se quedó. Se decía que su maestro no estaba loco, sino que era un genio visionario. Algún día, se dijo, forjaría algo que cambiaría sus vidas.

Las provisiones de mineral con el que trabajar duraron escasas semanas. Durante un tiempo, trataron de proveerse de diversos mercaderes y rapiñadores, comprando el metal por un precio abusivo. Ni siquiera los trabajos de reparación para algunos mercenarios que frecuentaban el local -no siempre con intenciones amistosas- les daba para subsistir. Los aprendices forrajeaban las ruinas siempre que podían, pero eso empezaba a costarle la vida a más de uno, y pronto dejaron de hacerlo.

Ante la situación, Holdrem rompió nuevamente semanas de silencio: “Esa Piedra Bruja debe tener una buena proporción de componente mineral. Quizás podríamos usarla”. Sin decir más, formó una cuadrilla de guardias y aprendices y la dirigió hacia las ruinas, más allá de su dominio. Volvió a los dos días, con una buena provisión del nefasto material. Al cabo de una semana había logrado aislar metal refinado como para forjar algunas armas, y una generosa porción de Piedra Bruja que vendió a buen precio.

Sus compañeros se alegraron, e incluso montaron una pequeña fiesta con un barril de Bugman. Pero Fherg sabía que algo no iba bien. Su maestro cambiaba conforme iba trabajando el nuevo metal. Sus creaciones comenzaban a adoptar diseños delirantes, aterradores. En sueños, se le escuchaba murmurar incoherencias en un idioma blasfemo. Y en la forja… ya no era el enano frío e inexpresivo, sino que se afanaba con un fervor insano, mientras profería en aullidos de frustración con cada trabajo. Sus compañeros le contaban que, en cada incursión, se volvía más salvaje, más violento. Llegaba incluso a atacar a moradores indefensos de las ruinas por pensar que le disputarían el botín.

Al poco de comenzar los desvaríos de su maestro, el resto de trabajadores del taller comenzó a mutar a su vez. Primero las conductas, luego sus cuerpos. Las pieles se oscurecían, las encías se desnudaban y los colmillos se afilaban. Astas informes brotaban de los cráneos, y apéndices tentaculares de torso y brazos. Los pocos que no se corrompieron, fueron atacados sin previo aviso por los demás, su carne devorada en el acto.

Aterrados, los enanos supervivientes trataron de huir. Los que no murieron cazados como perros como sus antiguos compañeros, perecieron entre las ruinas. Todos, menos Fherg. Ahora se escondía en los campamentos de mala muerte, reparando pertrechos por unas monedas. No podía volver a su tierra natal, sabía que no lo aceptarían. No sólo por ser pobre, ni por no haber logrado el reconocimiento buscado. Bajo sus pesados ropajes, su cuerpo había comenzado a mutar. Pronto, se dijo, no tendría otro lugar donde esconderse que las derruidas calles de Mordheim. Buscaría a su antiguo maestro, y le entregaría lo poco que le quedaba de alma. Puede que forjase algo con ella…

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