viernes, 1 de febrero de 2008

La Orden del Martillo Herrumbroso, capítulo I

Las pesadas botas de puntera metálica de Köen hacían que sus pasos sonasen como si rematasen los clavos de la tapa de un ataúd de plomo. A Piero le ponía de los nervios. Un par de meses en Mordheim le habían enseñado al tileano que hacerse notar era el pasaporte directo para una muerte horrenda. A Köen parecía no importarle. Él y toda su arrogante banda, recién llegados de Middenheim, creían que nada podría dañarlos entre las ruinas de la ciudad. "Sólo escombros, Ja?".
Pero Piero había oído historias. Sus anteriores patrones, que lo iniciaron en la peculiar filosofía del saqueador de la ciudad de los Condenados, se lo habían dicho bien claro. “Nunca, bajo ningún concepto, visites determinados lugares. No importa el botín, la vida de uno vale más que toda la piedra bruja de este pozo”. El barrio enano era uno de esos lugares, y precisamente acababan de entrar en él.

No es que este distrito hubiera sufrido mucho con el impacto del meteorito, los bajos edificios de piedra aún presentaban un aspecto tan sólido como la raza que los construyó. El problema eran los rumores, según los cuales los herreros enanos tenían su propia provisión de armas en la época del impacto. Armas de buen acero enano, destinadas al comercio privado, auspiciado por los funcionarios sobornados por los herreros. Y claro, como en todas partes, esos botines y no pequeña parte de sus arsenales ocultos debían seguir ahí, en alguna parte, pues sus dueños tuvieron que salir corriendo de la ciudad cuando todo se fue al garete.

Si a simple vista parecía una buena idea la de acudir a la caza de armamento enano, lo cierto es que resultaba muy peligroso. Precisamente por eso: porque era una buena idea. Una idea excelente que cruzaba por la mente de casi todos los jefes de bandas importantes. Era demasiado fácil encontrarse con un grupo hostil reacio a compartir ganancias y perder la vida. Los más astutos apostaban tiradores y vigías en los niveles más elevados, y así el mero hecho de no procurarse cobertura podía a uno costarle la vida al cruzar estas calles.

Con este pensamiento en mente, el guía de Tilea escogió un recorrido a través de soportales y recibidores en ruinas, siempre con al menos dos flancos cubiertos por los escombros. Los mercenarios, demasiado verdes para adentrarse tanto en la ciudad, hacían poco caso de sus indicaciones. Hasta que uno de ellos cayó de bruces, con un virote sobresaliéndole del pecho.
Köen comenzó a ladrar órdenes en su crudo dialecto, mientras Piero y los dos arqueros de la banda, refugiados ya entre las piedras y pilares, buscaban al tirador. Antes de que los espaderos pudieran formar, otros dos virotes dieron con el abdomen y garganta del capitán. La histeria cundió, algunos se dieron la vuelta y echaron a correr por donde habían venido. Nada más desaparecer los prófugos tras una esquina, el sonido de una pistola al dispararse levantó ecos. A continuación, profundos y graves gritos de guerra, seguidos del propio de una lucha desigual. No duró mucho.

"Se… señor… ¿puede sacarnos de aquí?". Piero maldijo para sus adentros. Tendría suerte si salía de aquí con su propio pellejo, se dijo. Los tiradores seguían escondidos, en las alturas. El resto de los asaltantes parecían acercarse ya sin reparos, a juzgar por los ruidos. En breve los vería doblar la esquina, dispuestos a… ¡enanos! ¿Lo eran? No parecían muy… saludables. Sus pieles parecían oscuras y rugosas, como las de un muerto. El líder lucía colmillos afilados bajo una horrenda máscara metálica. Y eso... ¿eran cuernos? Esperaba que no le pertenecieran , sino que fueran un adorno del casco.

Algunos de los chicos mostraron algo de coraje ante la desesperación, cargando contra el compacto grupo. Piero sabía cuándo se presentaba una buena oportunidad para huir. Era la mejor virtud que un guía puede ostentar en Mordheim, si quiere tener una próspera y fructífera vida profesional. Así que corrió en dirección contraria, aprovechando que los ballesteros enemigos estaban ocupados saeteando a los pobres diablos de Middenheim.
Sabía que nunca volvería a verles, mejor así. La mitad del pago por el servicio, más lo que había escamoteado de las provisiones de sus patrones, era cobro suficiente. No era un tipo avaricioso, al fin y al cabo…

Cuando se vió a salvo, en el chamizo que hacía las veces de taberna en el Campamento de los Degolladores, contó la historia a cambio de una jarra. Habló a su público de los vengativos fantasmas del barrio enano. Otros alegaron que no eran fantasmas, sino antiguos moradores que habían sucumbido bajo la influencia de los Poderes Oscuros, sellando un oscuro pacto para salvar sus vidas. Unos pocos mascullaban que cualquiera que viviera el tiempo suficiente entre esas ruinas, acabaría deformado como un demonio por la piedra bruja. Al cabo de un rato, y unas jarras más, la mayoría se había convencido de que no eran más que historias, fábulas que siembran el miserable tapiz que es Mordheim... un tapiz rasgado y sangriento.

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